No pocas veces dijo: “El secreto de la educación reside en la libertad. Si hay libertad, hay creatividad, y si hay creatividad, hay trascendencia”. También dijo, como consejo a sus estudiantes: “Creer, crear y crecer”.
Cuando en 1953 emprendió la empresa de una institución que conjugara los requisitos académicos con la práctica artística, pocos creyeron en el proyecto. Treinta y ocho años después, al reconocerse su labor con el Premio Magón, la aprobación fue unánime: don Arnoldo merecía el premio y más, y de ello daban garantía sus alumnos y ex alumnos.
En 1953 Herrera recuperó el legado de Carlos Millet de Castella, quien donaba 100 mil colones y un terreno; a un costado de La Sabana se levantaron las primeras instalaciones del Castella. El principio material estaba: con las clases empezó la tarea espiritual, el saber conciliar las disciplinas académicas y las artísticas. Conciliación en libertad, además: formar jóvenes inventivos, críticos, sensibles a lo interior y exterior de sí. Que cada muchacho o muchacha encontrara “el pan del tamaño de su hambre, el zapato a la medida de su pie”, dijo después. Aunque era un proyecto atípico, disparatado según muchos, el entonces ministro de Educación Uladislao Gámez lo autorizó y la “fábrica de sueños” empezó a funcionar en 1954, con una primera matrícula de apenas 35 niños. Al morir don Arnoldo en 1996, esta superaba los 1600 alumnos, cada uno un poco su hijo o hija.
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